Por: Halina Gutiérrez Mariscal
Todas las sociedades tienen necesidad de justificar sus desigualdades: sin una razón de ser, el edificio político y social en su totalidad amenazaría con derrumbarse: Thomas Piketty, Capital e ideología
Hace unos días se publicó en un periódico de amplia circulación una nota sobre cómo es que los mexicanos tienden a percibirse como clase media, a pesar de no serlo en la mayor parte. La autora evidenció con algunos cuantos datos puntuales la escandalosa desigualdad económica de México, señalando con toda razón, que esto se debe a la manera en que en México se hacen negocios y se recaudan impuestos. La retórica popular (y con popular me refiero a la que inunda el discurso de la gente pobre pero también de la gente rica) suele explicar la pobreza y la desigualdad imperantes señalando al mexicano promedio como carente de educación y con una baja productividad laboral. La autora de la nota también pone en evidencia la falsedad de estos argumentos: los mexicanos han incrementado su nivel educativo de manera significativa desde 1989 y también su productividad, pero los salarios no han mejorado.
Una pregunta obvia después de leer esa nota es por qué hemos aceptado tan pasivamente un engaño de ese tamaño: no somos clase media, pero queremos seguir mirándonos como tal. Y por supuesto, el problema, más allá del autoengaño, es que esa percepción a veces puede hacer que perdamos de vista problemas cuya solución deberíamos estar buscando, y sobre los que deberíamos estar exigiendo trabajo puntual a nuestros gobernantes. Estoy convencida de que parte de la explicación de por qué preferimos la mentira a la realidad tiene raíces históricas relacionadas principalmente con la evolución del pensamiento económico.
Como han evidenciado diversos estudios sobre el neoliberalismo, hacia finales del primer tercio del siglo pasado hubo un esfuerzo consistente por parte de algunos estudiosos para revisar los fundamentos del liberalismo y darle un nuevo aire. Es en ese contexto que ocurrieron, por ejemplo, el Coloquio Lippmann o la fundación de la Mont Pèlerin Society.
¿Por qué de repente estos intelectuales, como Ludwig von Mises y Friedrich von Hayek, intentaron restaurar un modelo de organización económica que se había probado insostenible por la concentración de riqueza que había generado y la miseria en que había dejado a la mayor parte de la población terrestre? Aunque el modelo liberal había entrado en crisis desde la guerra de 1914-1918 y el abandono del patrón oro, la crisis de 1929 había sido la prueba más contundente de que cuando el estado daba todas las libertades a los particulares para actuar en materia económica el resultado, en lugar de ser la racionalidad que genera bienestar colectivo —como afirmaba la doctrina liberal—, llevaba a un caos monumental y mucho sufrimiento.
Muchos de los gobiernos alrededor del mundo, como la Alemania de Otto von Bismarck, habían comenzado, desde finales del siglo XIX, a tomar medidas importantes para regular al gran capital y proteger a los trabajadores de la explotación inhumana a que creían tener derecho los dueños de las grandes industrias. Lo cierto es que la ola de medidas regulatorias que se extendieron al menos en el mundo occidental, que comenzaron con las medidas bismarckianas, y se popularizaron en Estados Unidos con el New Deal, provocaron una reacción por parte de los sectores que sintieron afectados sus intereses —los dueños del capital— buscando la recuperación de sus prerrogativas pasadas. Todas aquellas medidas de redistribución del ingreso, que protegían el salario, que fomentaban el cooperativismo y que mejoraron la capacidad de recaudación del gobierno, les parecían un exceso por parte del estado y un atentado contra su libertad de mercado. Debían actuar, y rápido, pues el modelo de estado de bienestar y planificación económica se estaba extendiendo —el New Deal, los planes quinquenales soviéticos, la economía centralizada de la Alemania nazi—, imponiendo con ello restricciones y límites a la manera en que se relacionaban con los trabajadores y con el estado.
Al gran capital le tomó casi medio siglo recuperar lo que siempre consideró sus derechos y libertades perdidos: una menor regulación estatal y un estado al servicio de sus intereses económicos. La diferencia fundamental entre el liberalismo de Adam Smith y este nuevo liberalismo es que el neoliberalismo no sólo reconoce la necesidad de un estado, sino que define su forma y funciones a partir de los límites con que el estado debería actuar para la implementación de una economía acorde a sus intereses. En términos de la historia del pensamiento económico, si algo había ocurrido entre Smith y Hayek es que la economía había dejado de ser economía política, para asumirse más bien como una ciencia cercana a la física, desvinculada de los aspectos sociales y enfocada en la satisfacción de los deseos del individuo.
A pesar de la preeminencia del estado en las cuestiones económicas tras la segunda guerra mundial, lo cierto es que los sectores empresariales y financieros no cejaron nunca en su empeño por recuperar espacios e ir infiltrando sus postulados a través de diversos medios.
La creación de sociedades como las ya mencionadas —la Mont Pèlerin Society o el Coloquio Lippmann— fue el paso inicial de una larga trayectoria a través de la cual los grandes capitales se dedicaron a esparcir su armazón doctrinario de manera sutil pero eficiente: a través de los intelectuales y los centros de educación superior. A través de becas y financiamientos, la formación de economistas vinculados al discurso neoliberal comenzó a generar a un grupo selecto de intelectuales que fueron colocándose en lugares estratégicos como asesores de estado, de agencias importantes de noticias o como catedráticos en las universidades.
En México, la cercanía del sector empresarial e intelectual con esos grupos promotores del liberalismo revisitado fue temprana. Ya en los años cuarenta del siglo pasado, cuando el sector empresarial se sentía tan lesionado por las medidas económicas cardenistas, la Asociación de Banqueros de México, entonces presidida por Raúl Bailleres, había invitado por segunda ocasión a Ludwig von Mises. Mises había dicho que el camino para superar el atraso económico de México no sería la política de nacionalizaciones e intervención estatal sino el liberalismo económico. Los industriales mexicanos habían encontrado la doctrina que impulsarían con empeño y que terminaría llevándoles a recuperar los espacios que desde el periodo posrevolucionario habían añorado: la que afirmaba la necesidad de un estado mínimo, que señalaba al estado social como un factor de atraso para el país, que aseguraba que los programas de bienestar van en contra de la disposición al esfuerzo y hacen a las personas flojas y dependientes de subsidios gubernamentales, la que miraba a los sindicatos como un sector privilegiado que sólo se aprovecha de la clase trabajadora, que asegura que los subsidios reducen el bienestar de la mayoría, que sostiene que los afanes de igualdad son descabellados y retrógrados, y que asegura que sólo el sector privado puede llevar a la economía a la eficiencia y, claro, que el estado debe estar a mano sólo en caso de que sea necesario rescatar al sector privado cuando está en apuros o para mantener a raya a los trabajadores.
La Escuela de Economía de la UNAM parecía no generar a economistas con el perfil que la implantación de aquella ideología precisaba. Por ello, en 1946, siete bancos y varias empresas de Monterrey —de los que más se habían opuesto a las medidas cardenistas y que habían presionado para llevar al poder a Manuel Ávila Camacho, mucho más cercano a sus intereses— fundaron la Asociación Mexicana de Cultura para promover una alternativa a la ideología del cardenismo nacionalista y revolucionario. Esta asociación desarrolló un proyecto educativo que culminó en la fundación de Instituto Tecnológico de México, que en 1962 se transformó en el ITAM, con un programa enfocado principalmente en los estudios económicos que supusieran una alternativa a la educación ofrecida por la UNAM. (Ya en 1943 se había fundado el ITESM, con las mismas expectativas.) En ese mismo año se creó el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios, y en 1975 el Consejo Coordinador Empresarial. ¿Qué tienen en común todos esos organismos, además de su evidente vinculación con el sector empresarial? El trabajo sistemático y consistente para ir posicionando en la vida pública a individuos que protejan sus intereses, dando paso a lo que se ha definido como la “captura económica del estado”: empresarios haciendo de políticos, que de manera eficiente han ido posicionando al gran capital para conseguir incidir en las grandes decisiones que afectan a toda la población, cuidando ante todo sus intereses.
El cambio comenzó a ser más evidente en los años ochenta, cuando a través del llamado “cambio de rumbo”, Miguel de Madrid introdujo una serie de reformas estructurales que Carlos Salinas profundizó y que con los gobiernos subsiguientes terminaron por desmontar al estado social, ése que se asumía responsable del bienestar de la población, para introducir a México en una dinámica en la que el estado buscó hacerse a un lado y cederle paso al sector privado —dinámica que ha profundizado los problemas de desigualdad y pobreza, que ha empeorado las oportunidades de la mayoría y que se ha perfeccionado en la explotación laboral de los trabajadores.
Lo perverso de la implementación de estas medidas es que llegó acompañada de todo un paquete ideológico que se ha inyectado a la población por todos los medios posibles: la educación, los medios de comunicación, la música, el cine, la publicidad. A través de todos esos cauces, los interesados en la concentración de la riqueza han venido sosteniendo la noción del esfuerzo individual, del hombre hecho a sí mismo, de que para superar la pobreza basta con quererlo y la ilusión de que, sin importar sus ingresos, las personas tienen a su alcance productos de consumo como ropa o tecnología que antes estaban reservados para los ricos. Toda esta propaganda ha llevado al común de la gente a adoptar como propios los valores de un sistema pensado para beneficiar a las minorías: el individualismo (yo hago lo que me toca; mientras yo esté bien, lo que tengo es producto de mi trabajo), el consumo (vales por lo que tienes, como te ven te tratan), la propiedad privada (no al “comunismo”, me van a quitar mi casa), el esfuerzo individual (darle dinero a los pobres es fomentar la flojera), cierto tipo de valores familiares (no a la homosexualidad, no al aborto, sólo hay un tipo de familia), la exclusión (los nacos, los pobres, los feos).
Todas esas ideas y argumentos, presentados como vanguardistas y racionales en todos los medios posibles, han creado una sociedad en la que la gente se niega a mirarse en la realidad (yo no soy pobre, yo no soy prieto, yo no soy así, como todos esos excluidos por el discurso dominante) y elige el espejismo de la meritrocracia, del self-made man, del echaleganismo, que traducidos en los hechos impiden, como bien señalaba el artículo citado del New York Times, mirar con claridad cuál es el origen del problema y qué deberíamos estar exigiendo a nuestros gobernantes.
Las personas, luchando cada una con sus carencias y realidades, difícilmente se sienten identificadas con el otro… toda forma de solidaridad se ha ido disolviendo y el grueso de la población ve a su enemigo principal en el otro, en el distinto, en el que no piensa como él, y en la clase gobernante. Sin ánimo de hacer una defensa de una clase política corrupta que ha precarizado al país en los últimos cuarenta años, lo cierto es que el problema es más de fondo, y proviene, de manera primigenia, del largo camino a través del cual el neoliberalismo ha ido posicionándose y tomando terreno en el mundo, incluyendo a México, e imponiendo sus valores y expectativas como las únicas posibles, válidas y racionales.
Terrible asunto ha sido, además, que incluso las izquierdas alrededor del mundo asumieron como inevitable la economía de libre mercado dominada por el capitalismo financiero, y comenzaron a buscar adecuar sus discursos y posturas para dar paso a un “capitalismo decente” a un “capitalismo con rostro humano”, a un “liberalismo social”. Con este movimiento en sus posturas, la izquierda fue perdiendo espacios, apoyos, hasta convertirse en una versión más o menos amable de la economía de libre mercado.
La manera en que muchos intelectuales decidieron ser portavoces del neoliberalismo fue eficaz para el posicionamiento de dicha doctrina. Han presentado al neoliberalismo y la economía de mercado como la única vía posible, y han criticado como trasnochados, anticuados, populistas, ingenuos, a todos aquellos que señalan la debacle de sus resultados. Han defendido con una cautivante retórica que la desigualdad es inherente e inevitable en las economías de mercado, pero que es una de las fuerzas motrices más importantes de la sociedad para llegar al progreso: los ricos son una bendición para la humanidad. Ser objeto de la envidia de los demás, que todo el tiempo estarán intentando emularlos es un incentivo para la movilidad social. Promueven la libertad, pero una libertad reducida a la visión neoclásica de individuos autónomos, racionales, motivados por el interés personal, que buscando mejorar su suerte en la vida, participan en el mercado. Bajo esta visión, incluso la educación se convierte en un producto que se compra y que se pretende mejor entre más costosa sea.
A cuatro décadas de la adopción del modelo en México, los resultados saltan a la vista: una pobreza inocultable (material, educativa, cultural, ideológica), una desigualdad ofensiva en un país con millones de pobres, expectativas de retiro muy preocupantes, una depredación irresponsable del medio ambiente, una cultura en la que prevalece un discurso que sigue protegiendo los intereses de los mismos grupos que conservan el dinero y el poder. Lo más preocupante, quizá, es que los mismos sectores empresariales siguen estando muy al lado del grupo gobernante, y siguen incidiendo en la mirada colectiva sobre montones de asuntos cruciales, a través de sus televisoras y sus comunicadores, de su producción cultural, de su manera de ser en el mundo, y una cantidad preocupante de personas no sólo sigue aspirando a emular aquello que le han dictado que debe emular (cómo ser bello, cómo ser interesante, cómo ser exitoso, cómo ser feliz), sino defendiendo una ideología que está, a todas luces, acabando con nuestra condición humana, con nuestra especie y muchas otras y con nuestro planeta.
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